miércoles, 17 de febrero de 2016

Pensando la vida mientras me transporto

Abrir los ojos temprano y pensar de una vez en el día que se me avecina, costumbre que traigo conmigo en cada despertar. Fines de semana no cuentan, ahí mis pensamientos son de descanso y paz. Donde más trabaja mi mente es en horario laboral, entre semana, los cinco días donde la ciudad más se mueve, más se vive.

Veinte minutos después de las cinco de la mañana, Aveo azul. Desde Santa Mónica hasta la estación de Plaza Venezuela, un trayecto que mi padre me facilita todos los días, haciendo no solo accesible mi trayecto, sino también muy seguro. 



 Mientras mi padre conduce, desde el asiento de copiloto siempre pienso lo mismo, el valor de tener un padre así. Soy agnóstico, pero en esos veinte minutos de camino quizá dejo de serlo, empiezo a desear y rogar por esos deseos, ruego a un Dios, al destino, a quien sea que deba rogarle, un pedido de que le dé larga vida a mi padre. 76 años de edad, se escribe fácil tanta cátedra de vida y experiencia. 

Pienso en cuantas “colas” a Plaza Venezuela quedarán, pienso en que nunca quiero que acaben hasta que termine la carrera y sea yo quien lo deba llevar a donde quiera. A pesar de pensamientos de angustia por un futuro impredecible y de mis ruegos, pienso que debo valorar, disfrutar y sobretodo, agradecer eso que sucede desde Santa Mónica hasta Plaza Venezuela.

Las seis menos quince minutos de la mañana, Metro de Caracas. Desde la estación Plaza Venezuela hasta La California, un encuentro con el transporte de nuestra capital venezolana con el que tenemos esa relación de amor y odio, como alguien con quien estás porque te mantiene, no porque te guste. 

Mientras suena “Cruz de navajas” de Mecano en el famoso Metro Radio, pienso como la gente con el andén en plena soledad, está entrenada para hacer las cosas mal. Escupir hacia las vías o hacer una fila contraria a lo dibujado en el piso son escasos ejemplo de un lugar donde la regla es romper las reglas. 



Ya con el vagón en movimiento, con agarradera en mano y escuchando desde mi teléfono alguna canción de Buckethead que se acople mejor a mi estado de ánimo, veo los rostros de gente desconocida que solo es conocida porque la veo todos los días. Sin embargo, al ver sus rostros no puedo evitar pensar en que me gustaría entrar en sus mentes y saber qué piensan, el porqué de esa mirada cabizbaja, el rostro deteriorado por el escaso descanso. Con tanta propaganda de caras felices de Magglio Ordoñez o Pastor Maldonado estampadas en el vagón, pienso que algo está mal, quizá con el país; ellos no sonríen, sino que más bien lucen con la mirada perdida, como Reverón en ese vagón que le rinde honor.

Seis y diez de la mañana, camioneta de la Universidad Santa María sin color definido. Llegando a la toma del transporte que me hace echarme el madrugonazo, un autobús que aspiro tomar sin la menor molestia, sin desorden y sin un tumulto de estudiantes que creen que su derecho a montarse de primero está por encima de los cincuenta que están en fila. Esto me llevará a mi casa de estudios.

La música de mi teléfono me sigue acompañando ya con el autobús vía a la universidad, a veces suena Incubus, otras Metallica, pero en la mayoría de los casos prefiero perderme en las rimas de Nach, sus estrofas filosóficas se acoplan bien con el viento que entra al autobús mientras va por la Cota Mil, presumo que a unos 110 Km. Si no hay anarquía en La California, sin duda es mi trayecto preferido. 



Pienso en la universidad, en lo que hago con mi vida, en si estoy haciendo las cosas bien, dudar es de jóvenes y de humanos, aún cuando hay buenas notas que te deberían hacer sentir bien. Pienso, como muchos piensan, que el estudio es necesario para llegar a la tribuna donde puedas ver tus sueños, para muy pocos el estudio en sí es el sueño.

Dos de la tarde, Metrobús de la línea Los Chaguaramos – Santa Mónica. Luego de trayectos en el autobús de la universidad y el metro, dirigiéndome a Ciudad Universitaria, el agotamiento empieza a relucir, mis transportes antes mencionados no merecen mucho detalle, ya me han amargado bastante, Caracas es una cuando amanece, es otra cuando almuerza, dos caras de la moneda devaluada.

El metrobús es mi instancia de descanso y donde los pensamientos me arropan. Ya no pienso más en la gente, sino en mí. Mientras transita ese gran autobús que a veces es verde, otras rojo, veo como la Santa Mónica que me ha acogido toda mi vida, se está deteriorando, no puedo hacer nada al respecto, solo pensar.



Pienso en si aguantaré todas las dificultades que me pone ser estudiante de la USM, pienso en lo desesperado que me siento a veces, incluso en las frustraciones de no poder hacer lo que quiero, en no trabajar aún, en que no se me han dado las cosas. El metrobús se detiene en sus paradas, pero mis pensamientos no tienen frenos, quiero hacer mucho, se me da poco. 

Llegando a casa, me reciben personas emblemáticas en mi vida, mi padre y mi madre. Sin saber que pienso, verlos alegres, me quita todos los malos pensamientos, estoy feliz, incluso conforme.
No hay más transportes, pero sé que en el futuro al transportarme en el carro de mis sueños, en el sitio de mis sueños, haciendo lo que sueño, sé que estos transportes de hoy habrán valido la pena.

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Esta entrada fue originalmente hecha para la cátedra de Informativo IV de mi carrera. Mi primer encuentro con el género de crónica, disfruté mucho haciendo cada párrafo. Gracias por la oportunidad, Rubén.

Dew.